miércoles, 4 de abril de 2012

LA CORRUPCION DE MARIANO RAJOY


Cuánto se ha escrito últimamente sobre la corrupción. Baleares, Valencia, Andalucía, la gürtel, el caso campeón, los ERES esnifados como cocaína, las obras faraónicas que terminaron costando el doble de lo presupuestado, los aeropuertos dedicados al paseo dominguero. Todos quieren poner coto a la corrupción. Todos proclaman una tolerancia cero, pero todos tienen que reconocer que está implantada en el quehacer político. La ambición corresponde al campo de lo humano, pero no por eso deja de ser detestable, como el odio, las guerras o las dictaduras.

Me preocupa esta corrupción y las dimensiones que ha adquirido en todos los órdenes. Pero me preocupa más la reducción de la corrupción al terreno económico de forma casi exclusiva. Es corrupto el político que se apropia de dinero público, que lo distribuye entre amigos o que lo despilfarra en estatuas erigidas para gloria y honor de un gobernante megalómano. Es así. Pero es mutilar su definición, dejarla reducida a la billetera y disimular otras corrupciones más importantes, más destructivas y más determinantes en la marcha de un país.

En democracia también hay corrupción. La partícula “también “ figura de manera intencionada para distinguirla de la ejercida en las dictaduras, porque las dictaduras son en sí mismas una corrupción perversa en sus propios cimientos. Tenemos ejemplos  de políticos ladrones y de ladrones no políticos. Desde el usurero de corbata  hasta el tironero, pasando por la dirección general de no sé qué ministerio. Más aún: parece que admitimos de antemano que todo político  inevitablemente roba. Y esto es absolutamente falso. La existencia comprobada de unos cuantos, no faculta a  la generalización absoluta.  Resulta extraño este empeño de algunos de atribuir a todos los políticos su capacidad de corrupción económica. Últimamente una derecha descerebrada atribuye también a los sindicatos su desmedido afán de participar en el oscuro pastel de esa perversión. Añoran tal vez una dictadura ejemplificándola como el cristal que ni se rompe ni se mancha.

El título de este artículo puede escandalizar nada más leerlo. Pero a lo mejor entraña una verdad que no quieren reconocer aquellos reduccionistas a una cuestión de pillaje económico. La palabra dada por los políticos, conscientes de que va a ser traicionada, encierra una  perversión que deberíamos denunciar con más empeño que la apropiación indebida de dinero. El dinero, en una democracia, es menos importante que la palabra. Porque la palabra es el vientre lúcido de la democracia. La palabra la fecunda, la crea y la pone en la luz de la responsabilidad compartida.  Pero alguien la obliga  a hacer la calle. La coloca en una esquina, falda cota y escote transparente. Se trata de ganar una clientela tan prostituida como ella. Carne de palabra barata, propiedad de  chulo  proxeneta.

El Partido Popular, con Mariano Rajoy a la cabeza, ha tenido ocho años de oposición para minar el gobierno democraticamente elegido de Rodríguez Zapatero. Siempre he dado por supuesto que el jefe de la oposición tiene la capacidad de conocer a fondo todos los aspectos para dirigir un gobierno, dado que podría ocupar la dirección del país en unas elecciones. De ahí que cuando se criticaba la acción del presidente Zapatero uno supusiera la honradez de la crítica ejercida. Era perjudicial subir los impuestos,  bochornoso someterse a los dictados de Europa, perverso abaratar el despido, bajar los sueldos de los funcionarios, recortar la sanidad. Los españoles deberíamos apuntarnos a la primavera egipcia o libia y salir a la calle, nos animaba  Pons. El Partido Popular era realmente el partido de los trabajadores (María Dolores). Era criminal congelar las pensiones. No se podía permitir que se cargara sobre los más desfavorecidos el peso de la crisis. Había que gravar las grandes fortunas. No se podía asumir un desempleado más amontonado sobre los millones ya existentes. ¿Seguimos?  ¿Se acuerdan de Soraya, Esperanza, Botella, Aznar, Teófila? 

Rajoy llegó a la Moncloa. Y se dio cuenta de que el país estaba mal. Si antes no lo sabía no debería haber aspirado a la presidencia. Si lo sabía (seguro que lo sabía)  mintió descaradamente, profanó ese vientre que es la palabra y se enfangó en la corrupción más abominable. Se han subido los impuestos, se ha colocado a los trabajadores bajo la suela empresarial, se ha cuadrado militarmente ante Merkel, se ha olvidado de las grandes fortunas, se ha abaratado el despido, no se ha recuperado la confianza de los mercados, la prima de riesgo sigue su curso ciclotímico, no se crea empleo y se prevén ochocientos mil arados más abandonados en el orfanato del INEM,  se derrumba el estado de bienestar, los empresarios exigen una revisión del derecho de huelga porque unos poquitos no pueden obstruir el trabajo de una mayoría, De Guindos se pregunta si tiene sentido la huelga en el siglo XXI. Se recorta en sanidad, en educación, se ataca a los sindicatos pretendiendo velada o descaradamente su desaparición.

Esta corrupción es infinitamente más sangrante que la económica. Es traición, prevaricación, puñalada en los costillares de un país. No fueron promesas las promesas. Y ahora, el miedo como elemento transformador de una libertad a la que los políticos degradan y a la que temen.

¿Hasta dónde puede aguantar un país sin abdicar de su dignidad?

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