La cosa se resume en que todo el
poder de la relación económica se vuelca del lado del empresario, al que se le
dan todas las facilidades para que desarrolle sus iniciativas, que incluyen
incentivos fiscales, abaratamiento de los contratos con los trabajadores,
liberalización de los despidos, flexibilización de la jornada laboral, en
resumidas cuentas, eso que llaman optimizar la productividad a través de
“reformas estructurales profundas”, o sea, reducir los gastos al máximo para
que los beneficios crezcan y la inversión sea más tentadora, con esos
alicientes, se supone que se favorecerá la iniciativa empresarial y, con ella,
la creación de puestos de trabajo. Es decir, si puedo tratar a los ciudadanos
como objetos productivos de usar y tirar, como si fueran cosas, igual me animo
y contrato. La idea no es mala, ya la conocían los egipcios y les sirvió para
construir esas pirámides tan bonitas.
“No estamos locos”- El Gran Wyoming
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