Preguntarle por nuestros instantes de gloria, por los segundos en los que nos creímos dioses, por los momentos en los que la muerte no era más que una burla sin rostro no será sino confesar nuestra absoluta pequeñez.
Nadie lo vio más de un segundo, ni lo disfrutó más de un suspiro. Nadie lo vivió para siempre, ni siquiera lo suficiente.
Escapó tantas veces como fue perseguido y sin remedio está condenado a no permanecer.
Sin embargo, de todas sus condenas la fugacidad no es la menor de ellas. El presente, pues a él me refiero tiene en su soledad la peor de las cadenas. El abismo que representa cada fracción de tiempo de nuestra vida está abocado a ser vencido por la memoria en el mismo instante en que exista.
Sin embargo, tenuemente, una segunda versión refiere que frente al designio inquebrantable del devenir, el tiempo en ocasiones se para, y lo vivido en esa porción de segundo permanece eternamente por encima de leyes de hombres y dioses.
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